lunes, 24 de marzo de 2008

POR QUÉ CELEBRAR


A veces me planteo cómo se puede celebrar la vida sabiendo cuántos puñales se clavan en quién sabe cuántas espaldas todos los días, cuántas dictaduras visibles e invisibles nos manejan, cuántos monstruos enriquecidos, cuántas lágrimas de niños hambrientos y maltratados, cuántas injustas salvajadas, cuánto dolor. Y me pregunto qué hago yo haciendo un blog de celebración y no de denuncia.
Entonces reflexiono sobre qué es lo que hace sonreír a un niño a pesar de estar hambriento, por qué canta con su guitarra a la luna un Martín Fierro al que le han arrebatado todo, por qué sigue andando el caminante cansado, por qué no pierde el humor aquel anciano enfermo de tantas cosas, por qué sigue bailando el bailarín aquel que sólo tiene una pierna, por qué escriben con los pies aquellos que no tienen manos, por qué sigue soñando aquel que ha perdido algún sueño, por qué sigue creciendo el árbol al que le han arrancado alguna de sus ramas, qué hace al ser humano renacer cuando ha muerto en vida... Y no tengo más remedio que profundizar en esto, y dejar el blog crítico para ocasiones donde la sangre me hierva, porque lo difícil en esta vida no es evitar lo inevitable -esto es más bien imposible- , sino que con los ojos abiertos a la realidad, sacar la fuerza suficiente para enterrar la pena y desenterrar la maravilla, y, a pesar de todo, gozarla.
Como dice una canción: A veces el llanto se vuelve canto en el andar. Esta es la gran meta de mi vida.

Llegué a Bluefields, en la costa de Nicaragua, al día siguiente de un ataque de la contra. Había muchos muertos y heridos. Yo estaba en el hospital cuando uno de los sobrevivientes del tiroteo, un muchacho, despertó de la anestesia: despertó sin brazos, miró al médico y le pidió:
- Máteme.
Me quedé con un nudo en el estómago.
Esa noche, noche atroz, el aire hervía de calor. Yo me eché en una terraza, solo, cara al cielo. No lejos de allí, sonaba fuerte la música. A pesar de la guerra, a pesar de todo, el pueblo de Bluefields estaba celebrando la fiesta tradicional del Palo de Mayo. El gentío bailaba, jubiloso, en torno del árbol ceremonial. Pero yo, tendido en la terraza, no quería escuchar la música, no quería escuchar nada, y estaba tratando de no sentir, de no recordar, de no pensar: en nada, en nada de nada. Y en eso estaba, espantando sonidos y tristezas y mosquitos, con los ojos clavados en la alta noche, cuando un niño de Bluefields, que yo no conocía, se echó a mi lado y se puso a mirar el cielo, como yo, en silencio.
Entonces cayó una estrella fugaz. Yo podría haber pedido un deseo; pero ni se me ocurrió.
Y el niño me explicó:
- ¿Sabés por qué se caen las estrellas? Es culpa de dios. Es dios, que las pega mal. Él pega las estrellas con agua de arroz.
Amanecí bailando.

Eduardo Galeano (El libro de los abrazos)

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